Nov 12, 2009

Calidad de vida en práctica: Conciencia del entorno



Donde hay concentración, hay crecimiento. Donde la conciencia se enfoca, hay desarrollo.

Tomemos el caso de la jirafa: la jirafa descubrió que su alimento consistente en hierbas que crecían de la tierra era muy disputado por especies que estaban cerca del suelo y eran más rápidas. Se elongó todo lo posible para alcanzar los árboles, y debió haber sido tan sorprendente para un supuesto observador como ver a un perro cazar un pájaro en vuelo. Pero la jirafa descubrió que no tenía competencia en las copas de los árboles. Llevó toda su atención al cuello, para estirarse, durante generaciones y milenios, y logró transformarse en función de su elección vital.

Imaginemos lo contrario: la jirafa era un ser desdichado porque había nacido con un cuello desproporcionadamente largo y le costaba mucho llegar al piso como haría cualquier otro equino para procurarse el alimento. Descubrió que las copas de los árboles proporcionaban escalones cubiertos de follaje que estaban a una altura mucho más conveniente para su espigado porte.

¿Cuál de las dos hipótesis parece más probable? Más allá de conocer o no la teoría de la evolución de las especies, nos parece bastante posible que la jirafa haya desarrollado su cuello en función de la necesidad de alcanzar el alimento en las alturas; que el conejo tenga esas magníficas orejas a causa de su fragilidad y de la necesidad de desenvolver la audición como forma de mantenerse a salvo de los predadores; que a los felinos les hayan crecido esas convenientes almohadillas en las patas para permitirles acercarse a la presa sin ser descubiertos a cientos de metros de distancia… y así sucesivamente.

¿Y el ser humano? Tenemos piernas largas que no nos permiten correr mucho más rápido que un ratón, uñas que se quiebran al primer intento de asir algo que opone la mínima resistencia, vemos muy mal en la oscuridad, nuestro olfato sólo funciona en un diámetro de poquísimos metros… parece que esas aparentes limitaciones nos hicieron conducir toda nuestra conciencia al desarrollo de herramientas que pudieran suplirlas. Y, como ocurrió en los demás casos del reino animal, nuestro cerebro se desarrolló.

Nuestra inteligencia, entendida en un principio como la capacidad de mantenernos a salvo y sobrevivir, aumentó sin duda. Sin embargo, tal vez como contraparte de esa hiperestimulación de la materia gris, también creció en nuestra especie el sentimiento de superioridad, y con tanta desmesura, que exterminamos el ecosistema a nuestro alrededor cada vez que ocupamos un espacio. No toleramos siquiera la convivencia con un mosquito (ni hablar de una cucaracha).

Como explica DeRose en sus cursos, somos la única especie que presenta ese rasgo exclusivo, egoísta; todas las demás conviven en armonía, comparten el hábitat con naturalidad. Tal vez haya que conducir nuestra conciencia a otro lugar que no sea la materia gris para desarrollar el respeto ambiental, y probablemente ese lugar quede más allá de nuestro propio cuerpo.

Profesora Yael Barcesat

www.yaelbarcesat.com.ar

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